domingo, 17 de agosto de 2008
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No seamos ingenuos - 17/08/2008
Para salir de la ilusión de un "capitalismo benévolo"
La tesis de un capitalismo benévolo, en el que las trasnacionales eran amigas y socias del país, se derrumbó cuando Botnia se negó a paralizar las obras por un "plazo generoso". Las razones económicas volvieron a pesar, y Uruguay ha quedado frente al verdadero rostro de la globalización, dice el informe enviado a DiaUno.
En tiempos en que el capital trasnacional redobla las presiones es urgente instalar mecanismos novedosos de regulación social y ambiental.
Las empresas que construyen las plantas para la elaboración de celulosa en más de una ocasión se han presentado como amigas y socias de Uruguay. Algunos entusiastas defensores de esos emprendimientos han invocado y profundizado esos argumentos. Se ha sostenido, por ejemplo, que el enorme tamaño de esas corporaciones, la necesidad de preservar su imagen pública y su experiencia europea asegurarían la mejor gestión.
Esa línea de pensamiento aparece en varios voceros de los partidos tradicionales, pero también en analistas de izquierda. Parecería que el interés en preservar cierta buena imagen pública constituiría un factor clave para lograr una buena gestión empresarial.
De esa manera se cayó en la ilusión de un “capitalismo benévolo”, donde las grandes empresas estarían comprometidas con importantes objetivos nacionales. Lo cierto es que un buen día, el gobierno de Uruguay pidió un “gesto” a esas corporaciones, y una de ellas se negó. Altas autoridades nacionales estaban irritadas y desilusionadas y desearon que Botnia recapacitara. Pero en realidad sufrimos lo que ha ocurrido en más de una ocasión en América Latina, cuando el capital extranjero deja en claro sus condiciones y sus objetivos.
En aquel momento no sólo se desmoronó una posible salida del conflicto con Argentina, sino que también se derrumbó la idea de ese capitalismo benévolo.
LA IDEA DEL CAPITALISMO BENÉVOLO
Esta idea se basa en suponer que las grandes corporaciones trasnacionales que llegan a invertir en el Sur tienen exigencias sociales y ambientales iguales y superiores a las requeridas en esas naciones. Se supone que la presión pública hace que esas corporaciones cumplan con esas exigencias, y el temor a la censura social las llevaría a buscar la mejor gestión con sus empleados, las comunidades locales y el ambiente que las rodea.
Este tipo de argumentos ha aparecido una y otra vez en el debate sobre las plantas en Fray Bentos; se ha dicho que sus estándares ambientales son más altos que los de Uruguay, que se capacitaría a los futuros empleados uruguayos, que se generarán miles de puestos de trabajo, que aumentará nuestro PBI, y que se evitaría cualquier impacto negativo por temor a dañar la imagen pública de la corporación.
Bajo esta idea, la empresa es un socio, mano a mano con el gobierno nacional. En muchos casos todos esos factores nutren el concepto de una autorregulación de las empresas, donde el papel del Estado se desvanece.
Estas ideas son propias de corrientes políticas tradicionales, y están basadas en asumir que los agentes económicos se pueden regular a sí mismos, y que el Estado no debe entorpecer esas inversiones. Lo extraño en esta situación es que sean validadas por algunos actores de la izquierda.
LA HISTORIA ACCIDENTADA
Si la idea del “capitalismo benévolo” se mira desapasionadamente se observará un cuadro más complejo. En primer lugar, muchos de los programas de responsabilidad corporativa son una consecuencia de escándalos financieros, impactos sociales negativos o accidentes ambientales. La lista de ejemplos donde las grandes corporaciones caen en fraudes o manipulaciones para asegurar su supervivencia es muy larga. Entre los más recientes destacan los fraudes contables en Enron (2001), WorldCom (2002), Parmalat (2003) y Ahold (2003).
En segundo lugar, en el grupo de las empresas que extraen o procesan recursos naturales (mineras, petroleras, químicas) las variables de ajuste no son sólo ambientales sino también sociales.
En el terreno ambiental hay muchos ejemplos de negligencia, ineficiencia y fraudes que desencadenaron graves impactos en la salud y el entorno. Uno de los casos más terribles ocurrió en Bhopal (India), en 1984, cuando un accidente en una planta química de Union Carbide mató a 8 mil personas. Más de un lector recordará otros casos de gran difusión: cáncer por aguas contaminadas generadas por plantas de dos enormes corporaciones en el poblado de Woburn, relatado en la película Una acción civil; y la contaminación del agua por cromo en el desierto de Mojave por otra gran empresa, y que se relata en el filme Erin Brockovich. La historia siempre es similar: poblados pequeños donde se necesita desesperadamente una inversión productiva reciben plantas de grandes empresas que manejan procesos peligrosos o productos potencialmente tóxicos. Cada tanto hay un accidente, o se acumulan pequeños problemas, y surgen casos de graves impactos ambientales o problemas en la salud pública que desencadenan protestas ciudadanas.
Todas esas grandes corporaciones tienen en claro que su objetivo es llevar al máximo sus ganancias. La ampliación de los mercados, la expansión de la producción y la reducción de los costos, son elementos indispensables para esa meta. En algunos casos se incorporan ciertas medidas ambientales y sociales cuando son funcionales a la performance económica de la empresa; por ejemplo, lograr un buen ambiente de trabajo y mantener un relacionamiento adecuado con los empleados aumenta la productividad.
Pero los análisis más agudos dejan en claro que el primer mandamiento de las corporaciones es mantener y aumentar sus ganancias y aquellos equipos gerenciales que no lo hagan simplemente serán reemplazados. En ese sentido, las corporaciones son amorales. Las exigencias sociales y ambientales pasan a ser variables de ajuste, y siempre que es posible se busca reducir los costos, incluyendo los laborales, tributarios y ambientales.
Este comportamiento no sólo se observa en las clásicas corporaciones originadas en los países industrializados, sino que se repite con las llamadas “traslatinas” originadas en nuestro propio continente. Un buen ejemplo son las denuncias que recibe la brasileña Petrobras por los impactos sociales y ambientales de sus actividades en Ecuador. Un mismo tipo de comportamiento se repite en corporaciones de distinto origen y bajo diferente régimen de propiedad.
Complicando un poco más las cosas, las grandes corporaciones tienen una mirada global. Cada uno de sus emprendimientos en diferentes partes del planeta es un eslabón en una cadena productiva, y las decisiones se toman con relación a cómo está funcionando ese entramado sin fronteras. No es un tema menor que la decisión de no extender el plazo de paralización de las obras fuera tomada en Helsinki y no en Montevideo.
LA MARCHA DE LA GLOBALIZACIÓN
De esta manera Uruguay está entrando a los vaivenes de la nueva globalización que en sus expresiones actuales tiene un fuerte componente de desterritorialización. Los reclamos uruguayos tienen muy limitadas capacidades de incluirse en una cadena productiva global, y en especial cuando una inversión goza de la protección de una zona franca y un tratado que protege el flujo de capital (tanto el que ingresa con la inversión como el amparo para poder retirar las ganancias).
Nuestro país se está topando con esos aspectos y observa las decisiones que se toman en Helsinki, los medios reportan las alzas y bajas en las acciones de Botnia, y hay preocupación por las acciones del Banco Mundial y la banca privada.
De todos modos, los reclamos sociales uruguayos (y argentinos) apenas llegan a oídos de la junta de dirección de las empresas, cuyas casas matrices están al otro lado del mundo. Las plantas de celulosa están claramente asentadas en nuestro territorio, pero las decisiones se han internacionalizado.
Esta marcha de la globalización se repite en otros problemas uruguayos donde también operan las trasnacionales. Entre los más recientes está la incipiente polémica por el cobro de regalías sobre soja transgénica a nivel de los exportadores. La soja se planta en Uruguay, pero los recursos contra los exportadores se hacen en tribunales europeos.
LA REGULACIÓN SOCIAL Y AMBIENTAL
La idea de corporaciones benévolas no ofrece salidas inteligentes para este tipo de problemas, y por lo tanto es necesario explorar nuevos mecanismos de regulación. Ese tipo de análisis muchas veces se torna difícil: en ocasiones se aceptan casi todas las condiciones impuestas por la inversión extranjera, y en otros casos se las impide, sea por trabas burocráticas como por medidas con débil fundamento. Tendemos a movernos entre extremos, sea bajo el sueño de una empresa extranjera que anuncia el despegue económico del país, como por la pesadilla de anunciar una invasión imperial de capitalismo.
En los países vecinos hay varias posturas. Gobiernos tan distintos como el de Toledo (Perú) y Lula da Silva (Brasil) han sido funcionales a la inversión externa y los emprendimientos de las corporaciones. En cambio, el de Néstor Kirchner ha planteado muchas exigencias a las empresas trasnacionales, logró desmontar varias demandas internacionales, controla las tarifas de las compañías que ofrecen servicios públicos y ha iniciado algunas reestatizaciones. El de Evo Morales, en Bolivia, tiene en marcha un litigio contra la petrolera Repsol-ypf por exportar hidrocarburos no declarados.
En los países industrializados, las demandas ganadas en los juzgados, la protesta pública en las calles y nuevos datos científicos, desembocaron en cambios importantes en el marco normativo y la regulación sobre las industrias peligrosas, especialmente en el sector petrolero, químico y nuclear.
Tendríamos que aprender de todos esos ejemplos, y sumar las lecciones que está dejando el conflicto de las plantas de celulosa. En este momento es necesario plantear cuatro medidas básicas. En primer lugar es necesario generar mecanismos de regulación sobre las empresas trasnacionales que lleguen a Uruguay con grandes proyectos productivos. El primer agente en esa regulación debe ser el Poder Ejecutivo; no podrá hacerlo solo, y será necesario el concurso de los gobiernos municipales, una reforma de la normativa y el apoyo del Poder Judicial, y finalmente, es siempre indispensable contar con la participación ciudadana. Regulación es concepto más amplio que la mera imposición de condiciones o requisitos (tal como sucede actualmente con buena parte de nuestros controles ambientales), y alude a diversos mecanismos que actúan sobre la toma de decisiones y la marcha de un emprendimiento productivo.
En segundo lugar, todo proceso de regulación debe partir de evaluaciones del impacto de las inversiones en el país. En muchos casos no existen esos análisis, y apenas se cuenta con las propuestas de las empresas (a menudo exageradas); en las pocas situaciones que se ha hecho apenas existen evaluaciones sectoriales. Por ejemplo, en el caso de las plantas de celulosa necesitamos una evaluación económica que por un lado clarifique los supuestos beneficios, pero también deje en claro los costos para el país (en el caso de Botnia, se recibirán beneficios por ¿creación de empleo y exportaciones?, pero hay que precisar cuánto se pierde por exoneración tributaria, por controles ambientales, mantenimiento carretero). Este tipo de evaluaciones debería estar en manos de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, y no sólo contemplar proyectos puntuales, sino analizarlos en contextos de inversiones a mediano plazo y a nivel de todo el país.
En tercer lugar, necesitamos un nuevo conjunto de instrumentos de gestión ambiental. Entre los más urgentes se encuentra la implantación de “seguros ambientales” obligatorios para grandes emprendimientos riesgosos. Ese tipo de medidas, muy conocido en Europa y Estados Unidos, determina claramente las responsabilidades en caso de accidentes ambientales, obliga a tomar medidas y a cubrir sus costos, y con ello evitamos que termine pagando el Estado. Si recordamos el derrame de petróleo del San Jorge, uno de los grandes problemas fue la lentitud en tomar medidas de mitigación asociada a la incertidumbre sobre quién pagaría esos costos. Eso no puede repetirse con las plantas de celulosa.
En el mismo sentido es necesario redefinir el fondo ambiental que existe en nuestro país, para que pueda ser nutrido por una tasa sobre los emprendimientos más riesgosos, de manera de evitar el traslado del costo del monitoreo ambiental desde las empresas al Estado.
En cuarto lugar, Uruguay debería comenzar a apoyarse en las guías internacionales de responsabilidad social y ambiental en la regulación financiera. La actual polémica sobre el financiamiento que puede recibir Botnia del Banco Mundial o de bancos privados, así como el análisis de riesgo y garantía que puede otorgar una agencia especializada del Banco Mundial, demuestran la importancia de estas cuestiones. En este terreno hay varias iniciativas internacionales, entre ellas los nueve “principios Ecuador”, un código de responsabilidad que vienen adoptando los grandes bancos nacionales e internacionales.
Bajo esos principios, al evaluar el financiamiento de un proyecto se deberá considerar los aspectos sociales y ambientales y las obligaciones impuestas por los tratados internacionales, asegurarse de que el emprendimiento protege la salud humana, las especies en peligro y el uso de los ecosistemas, observar cómo se manejan las sustancias peligrosas, la prevención de la contaminación y minimización de los residuos, además del control de la contaminación yel manejo de residuos químicos y sólidos.
Otro ejemplo es la guía de responsabilidad de la OCDE (el club de los países más desarrollados). La importancia de este tipo de normas es que si Uruguay las exige, las empresas no podrán resistirlas aludiendo un trato discriminatorio de sus inversiones.
En quinto lugar es necesaria la coordinación en el Mercosur para evitar el dumping ecológico y social. Recientemente se ha reflotado la idea de un protocolo ambiental del bloque. Años atrás, las desavenencias entre Argentina y Brasil sobre compromisos y exigencias impidieron la aprobación de un convenio de este tipo. Pero ese desacuerdo en realidad trasmitía las preocupaciones de las industrias nacionales temerosas de nuevos controles ambientales. Un nuevo protocolo debería ir más allá de los intereses sectoriales y asegurar reglas de gestión análogas para todo el bloque.
Para avanzar en estas y otras medidas habría que desembarazarse de la pasividad que origina la ilusión del capitalismo benévolo, y por el contrario tomar la iniciativa para una regulación social sobre los flujos de capital y los nuevos emprendimientos productivos. Tendrá que ser una regulación creativa, para no espantar inversiones que el país precisa, pero inteligente y rigurosa como para evitar impactos negativos.
* Secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). EDUARDO GUDYNAS*
(fuente)
Para salir de la ilusión de un "capitalismo benévolo"
La tesis de un capitalismo benévolo, en el que las trasnacionales eran amigas y socias del país, se derrumbó cuando Botnia se negó a paralizar las obras por un "plazo generoso". Las razones económicas volvieron a pesar, y Uruguay ha quedado frente al verdadero rostro de la globalización, dice el informe enviado a DiaUno.
En tiempos en que el capital trasnacional redobla las presiones es urgente instalar mecanismos novedosos de regulación social y ambiental.
Las empresas que construyen las plantas para la elaboración de celulosa en más de una ocasión se han presentado como amigas y socias de Uruguay. Algunos entusiastas defensores de esos emprendimientos han invocado y profundizado esos argumentos. Se ha sostenido, por ejemplo, que el enorme tamaño de esas corporaciones, la necesidad de preservar su imagen pública y su experiencia europea asegurarían la mejor gestión.
Esa línea de pensamiento aparece en varios voceros de los partidos tradicionales, pero también en analistas de izquierda. Parecería que el interés en preservar cierta buena imagen pública constituiría un factor clave para lograr una buena gestión empresarial.
De esa manera se cayó en la ilusión de un “capitalismo benévolo”, donde las grandes empresas estarían comprometidas con importantes objetivos nacionales. Lo cierto es que un buen día, el gobierno de Uruguay pidió un “gesto” a esas corporaciones, y una de ellas se negó. Altas autoridades nacionales estaban irritadas y desilusionadas y desearon que Botnia recapacitara. Pero en realidad sufrimos lo que ha ocurrido en más de una ocasión en América Latina, cuando el capital extranjero deja en claro sus condiciones y sus objetivos.
En aquel momento no sólo se desmoronó una posible salida del conflicto con Argentina, sino que también se derrumbó la idea de ese capitalismo benévolo.
LA IDEA DEL CAPITALISMO BENÉVOLO
Esta idea se basa en suponer que las grandes corporaciones trasnacionales que llegan a invertir en el Sur tienen exigencias sociales y ambientales iguales y superiores a las requeridas en esas naciones. Se supone que la presión pública hace que esas corporaciones cumplan con esas exigencias, y el temor a la censura social las llevaría a buscar la mejor gestión con sus empleados, las comunidades locales y el ambiente que las rodea.
Este tipo de argumentos ha aparecido una y otra vez en el debate sobre las plantas en Fray Bentos; se ha dicho que sus estándares ambientales son más altos que los de Uruguay, que se capacitaría a los futuros empleados uruguayos, que se generarán miles de puestos de trabajo, que aumentará nuestro PBI, y que se evitaría cualquier impacto negativo por temor a dañar la imagen pública de la corporación.
Bajo esta idea, la empresa es un socio, mano a mano con el gobierno nacional. En muchos casos todos esos factores nutren el concepto de una autorregulación de las empresas, donde el papel del Estado se desvanece.
Estas ideas son propias de corrientes políticas tradicionales, y están basadas en asumir que los agentes económicos se pueden regular a sí mismos, y que el Estado no debe entorpecer esas inversiones. Lo extraño en esta situación es que sean validadas por algunos actores de la izquierda.
LA HISTORIA ACCIDENTADA
Si la idea del “capitalismo benévolo” se mira desapasionadamente se observará un cuadro más complejo. En primer lugar, muchos de los programas de responsabilidad corporativa son una consecuencia de escándalos financieros, impactos sociales negativos o accidentes ambientales. La lista de ejemplos donde las grandes corporaciones caen en fraudes o manipulaciones para asegurar su supervivencia es muy larga. Entre los más recientes destacan los fraudes contables en Enron (2001), WorldCom (2002), Parmalat (2003) y Ahold (2003).
En segundo lugar, en el grupo de las empresas que extraen o procesan recursos naturales (mineras, petroleras, químicas) las variables de ajuste no son sólo ambientales sino también sociales.
En el terreno ambiental hay muchos ejemplos de negligencia, ineficiencia y fraudes que desencadenaron graves impactos en la salud y el entorno. Uno de los casos más terribles ocurrió en Bhopal (India), en 1984, cuando un accidente en una planta química de Union Carbide mató a 8 mil personas. Más de un lector recordará otros casos de gran difusión: cáncer por aguas contaminadas generadas por plantas de dos enormes corporaciones en el poblado de Woburn, relatado en la película Una acción civil; y la contaminación del agua por cromo en el desierto de Mojave por otra gran empresa, y que se relata en el filme Erin Brockovich. La historia siempre es similar: poblados pequeños donde se necesita desesperadamente una inversión productiva reciben plantas de grandes empresas que manejan procesos peligrosos o productos potencialmente tóxicos. Cada tanto hay un accidente, o se acumulan pequeños problemas, y surgen casos de graves impactos ambientales o problemas en la salud pública que desencadenan protestas ciudadanas.
Todas esas grandes corporaciones tienen en claro que su objetivo es llevar al máximo sus ganancias. La ampliación de los mercados, la expansión de la producción y la reducción de los costos, son elementos indispensables para esa meta. En algunos casos se incorporan ciertas medidas ambientales y sociales cuando son funcionales a la performance económica de la empresa; por ejemplo, lograr un buen ambiente de trabajo y mantener un relacionamiento adecuado con los empleados aumenta la productividad.
Pero los análisis más agudos dejan en claro que el primer mandamiento de las corporaciones es mantener y aumentar sus ganancias y aquellos equipos gerenciales que no lo hagan simplemente serán reemplazados. En ese sentido, las corporaciones son amorales. Las exigencias sociales y ambientales pasan a ser variables de ajuste, y siempre que es posible se busca reducir los costos, incluyendo los laborales, tributarios y ambientales.
Este comportamiento no sólo se observa en las clásicas corporaciones originadas en los países industrializados, sino que se repite con las llamadas “traslatinas” originadas en nuestro propio continente. Un buen ejemplo son las denuncias que recibe la brasileña Petrobras por los impactos sociales y ambientales de sus actividades en Ecuador. Un mismo tipo de comportamiento se repite en corporaciones de distinto origen y bajo diferente régimen de propiedad.
Complicando un poco más las cosas, las grandes corporaciones tienen una mirada global. Cada uno de sus emprendimientos en diferentes partes del planeta es un eslabón en una cadena productiva, y las decisiones se toman con relación a cómo está funcionando ese entramado sin fronteras. No es un tema menor que la decisión de no extender el plazo de paralización de las obras fuera tomada en Helsinki y no en Montevideo.
LA MARCHA DE LA GLOBALIZACIÓN
De esta manera Uruguay está entrando a los vaivenes de la nueva globalización que en sus expresiones actuales tiene un fuerte componente de desterritorialización. Los reclamos uruguayos tienen muy limitadas capacidades de incluirse en una cadena productiva global, y en especial cuando una inversión goza de la protección de una zona franca y un tratado que protege el flujo de capital (tanto el que ingresa con la inversión como el amparo para poder retirar las ganancias).
Nuestro país se está topando con esos aspectos y observa las decisiones que se toman en Helsinki, los medios reportan las alzas y bajas en las acciones de Botnia, y hay preocupación por las acciones del Banco Mundial y la banca privada.
De todos modos, los reclamos sociales uruguayos (y argentinos) apenas llegan a oídos de la junta de dirección de las empresas, cuyas casas matrices están al otro lado del mundo. Las plantas de celulosa están claramente asentadas en nuestro territorio, pero las decisiones se han internacionalizado.
Esta marcha de la globalización se repite en otros problemas uruguayos donde también operan las trasnacionales. Entre los más recientes está la incipiente polémica por el cobro de regalías sobre soja transgénica a nivel de los exportadores. La soja se planta en Uruguay, pero los recursos contra los exportadores se hacen en tribunales europeos.
LA REGULACIÓN SOCIAL Y AMBIENTAL
La idea de corporaciones benévolas no ofrece salidas inteligentes para este tipo de problemas, y por lo tanto es necesario explorar nuevos mecanismos de regulación. Ese tipo de análisis muchas veces se torna difícil: en ocasiones se aceptan casi todas las condiciones impuestas por la inversión extranjera, y en otros casos se las impide, sea por trabas burocráticas como por medidas con débil fundamento. Tendemos a movernos entre extremos, sea bajo el sueño de una empresa extranjera que anuncia el despegue económico del país, como por la pesadilla de anunciar una invasión imperial de capitalismo.
En los países vecinos hay varias posturas. Gobiernos tan distintos como el de Toledo (Perú) y Lula da Silva (Brasil) han sido funcionales a la inversión externa y los emprendimientos de las corporaciones. En cambio, el de Néstor Kirchner ha planteado muchas exigencias a las empresas trasnacionales, logró desmontar varias demandas internacionales, controla las tarifas de las compañías que ofrecen servicios públicos y ha iniciado algunas reestatizaciones. El de Evo Morales, en Bolivia, tiene en marcha un litigio contra la petrolera Repsol-ypf por exportar hidrocarburos no declarados.
En los países industrializados, las demandas ganadas en los juzgados, la protesta pública en las calles y nuevos datos científicos, desembocaron en cambios importantes en el marco normativo y la regulación sobre las industrias peligrosas, especialmente en el sector petrolero, químico y nuclear.
Tendríamos que aprender de todos esos ejemplos, y sumar las lecciones que está dejando el conflicto de las plantas de celulosa. En este momento es necesario plantear cuatro medidas básicas. En primer lugar es necesario generar mecanismos de regulación sobre las empresas trasnacionales que lleguen a Uruguay con grandes proyectos productivos. El primer agente en esa regulación debe ser el Poder Ejecutivo; no podrá hacerlo solo, y será necesario el concurso de los gobiernos municipales, una reforma de la normativa y el apoyo del Poder Judicial, y finalmente, es siempre indispensable contar con la participación ciudadana. Regulación es concepto más amplio que la mera imposición de condiciones o requisitos (tal como sucede actualmente con buena parte de nuestros controles ambientales), y alude a diversos mecanismos que actúan sobre la toma de decisiones y la marcha de un emprendimiento productivo.
En segundo lugar, todo proceso de regulación debe partir de evaluaciones del impacto de las inversiones en el país. En muchos casos no existen esos análisis, y apenas se cuenta con las propuestas de las empresas (a menudo exageradas); en las pocas situaciones que se ha hecho apenas existen evaluaciones sectoriales. Por ejemplo, en el caso de las plantas de celulosa necesitamos una evaluación económica que por un lado clarifique los supuestos beneficios, pero también deje en claro los costos para el país (en el caso de Botnia, se recibirán beneficios por ¿creación de empleo y exportaciones?, pero hay que precisar cuánto se pierde por exoneración tributaria, por controles ambientales, mantenimiento carretero). Este tipo de evaluaciones debería estar en manos de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, y no sólo contemplar proyectos puntuales, sino analizarlos en contextos de inversiones a mediano plazo y a nivel de todo el país.
En tercer lugar, necesitamos un nuevo conjunto de instrumentos de gestión ambiental. Entre los más urgentes se encuentra la implantación de “seguros ambientales” obligatorios para grandes emprendimientos riesgosos. Ese tipo de medidas, muy conocido en Europa y Estados Unidos, determina claramente las responsabilidades en caso de accidentes ambientales, obliga a tomar medidas y a cubrir sus costos, y con ello evitamos que termine pagando el Estado. Si recordamos el derrame de petróleo del San Jorge, uno de los grandes problemas fue la lentitud en tomar medidas de mitigación asociada a la incertidumbre sobre quién pagaría esos costos. Eso no puede repetirse con las plantas de celulosa.
En el mismo sentido es necesario redefinir el fondo ambiental que existe en nuestro país, para que pueda ser nutrido por una tasa sobre los emprendimientos más riesgosos, de manera de evitar el traslado del costo del monitoreo ambiental desde las empresas al Estado.
En cuarto lugar, Uruguay debería comenzar a apoyarse en las guías internacionales de responsabilidad social y ambiental en la regulación financiera. La actual polémica sobre el financiamiento que puede recibir Botnia del Banco Mundial o de bancos privados, así como el análisis de riesgo y garantía que puede otorgar una agencia especializada del Banco Mundial, demuestran la importancia de estas cuestiones. En este terreno hay varias iniciativas internacionales, entre ellas los nueve “principios Ecuador”, un código de responsabilidad que vienen adoptando los grandes bancos nacionales e internacionales.
Bajo esos principios, al evaluar el financiamiento de un proyecto se deberá considerar los aspectos sociales y ambientales y las obligaciones impuestas por los tratados internacionales, asegurarse de que el emprendimiento protege la salud humana, las especies en peligro y el uso de los ecosistemas, observar cómo se manejan las sustancias peligrosas, la prevención de la contaminación y minimización de los residuos, además del control de la contaminación yel manejo de residuos químicos y sólidos.
Otro ejemplo es la guía de responsabilidad de la OCDE (el club de los países más desarrollados). La importancia de este tipo de normas es que si Uruguay las exige, las empresas no podrán resistirlas aludiendo un trato discriminatorio de sus inversiones.
En quinto lugar es necesaria la coordinación en el Mercosur para evitar el dumping ecológico y social. Recientemente se ha reflotado la idea de un protocolo ambiental del bloque. Años atrás, las desavenencias entre Argentina y Brasil sobre compromisos y exigencias impidieron la aprobación de un convenio de este tipo. Pero ese desacuerdo en realidad trasmitía las preocupaciones de las industrias nacionales temerosas de nuevos controles ambientales. Un nuevo protocolo debería ir más allá de los intereses sectoriales y asegurar reglas de gestión análogas para todo el bloque.
Para avanzar en estas y otras medidas habría que desembarazarse de la pasividad que origina la ilusión del capitalismo benévolo, y por el contrario tomar la iniciativa para una regulación social sobre los flujos de capital y los nuevos emprendimientos productivos. Tendrá que ser una regulación creativa, para no espantar inversiones que el país precisa, pero inteligente y rigurosa como para evitar impactos negativos.
* Secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). EDUARDO GUDYNAS*
(fuente)
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